Anoche
vi una película iraní llamada “A Separation”. Debe ser una de las mejores
películas que he visto no sólo este año sino en muchos años. Es una historia simple
pero de ramificaciones muy complejas, quizá demasiado para los espectadores
occidentales que no sólo deben seguir los enredos de la trama y los dilemas
morales de los personajes sino asimilar sus motivaciones religiosas y
culturales tan distintas a las nuestras.
Uno de los misterios del cine es que no sólo nos entretiene y nos complica la vida con sus fantasías sino que crea sus propios espectadores. Es lo que ha hecho el cine americano durante décadas, por ejemplo, creando una especie de espectador universal a base de la propia cultura de los Estados Unidos. Para dar un ejemplo mencionemos el “Día de Acción de Gracias”, que aparece miles de veces en las películas y que todo el mundo no estadounidense acepta como cosa normal aunque nunca lo hayan celebrado en sus países.
Uno de los misterios del cine es que no sólo nos entretiene y nos complica la vida con sus fantasías sino que crea sus propios espectadores. Es lo que ha hecho el cine americano durante décadas, por ejemplo, creando una especie de espectador universal a base de la propia cultura de los Estados Unidos. Para dar un ejemplo mencionemos el “Día de Acción de Gracias”, que aparece miles de veces en las películas y que todo el mundo no estadounidense acepta como cosa normal aunque nunca lo hayan celebrado en sus países.
Pero
volviendo a la película, la principal sorpresa para mí es la madurez del cine
iraní en todo sentido. Asghar Farhadi es un director iraní que vive en París
desde hace varios años, aunque por lo que se dice en los extras del DVD, su
educación dramática y cinematográfica tuvo lugar en su propio país. Sus actores
son de una naturalidad tal que es escalofriante, ¡son capaces de hacernos creer
lo que quieran! Todos ellos son simplemente soberbios, incluyendo a Sarina
Farhadi, la propia hija del director, quien sobrelleva uno de los roles más difíciles
que puede enfrentar una actriz adolescente. Y ni qué decir del actor Payman Maadi
y, en especial, de Leila Hatami, de un talento y una belleza que quisiéramos
ver en muchas películas más.
Disculpen
que me vaya por las ramas pero esta película es tan increíble por donde se le
mire, que hay demasiado por comentar. Pero empecemos por mencionar la trama, que
empieza con una pareja de esposos de clase media empezando un proceso de divorcio
ante un juez menor. Pero no todo es lo que parece. La verdad es que la esposa
está tratando de forzar al esposo a emigrar fuera de Irán con la amenaza de la
separación. El esposo, quien parece ser razonable aunque testarudo, se resiste
a emigrar, entre otras cosas por la situación de su padre que sufre de Alzheimer,
una penosa enfermedad que, como todos sabemos, es tremendamente destructiva
para cualquier familia. Sin llegar a ninguna conclusión en la corte, la esposa
decide salir de la casa, obligando al esposo a buscar alguien que se encargue
de cuidar a su padre. Una mujer viene a trabajar en la casa, pero pronto descubrimos
que la pesadumbre que parece llevar marcada en el rostro es más honda de lo que
parece. Embarazada y con una hija pequeña que debe llevar consigo por todas
partes, su esposo está desempleado y ha estado entrando y saliendo de prisión
debido a sus deudas. Y como si eso no fuera suficiente, no puede contarle a su irascible
esposo que ha conseguido un trabajo atendiendo a un cliente varón, por más años
y Alzheimer que tenga, además de que su religiosidad la obliga a considerar
todo lo que hace a la luz del Corán poniendo su vida en un constante dilema.
Este es
el marco para el inicio del dilema moral que no tarda en sobrevenir. Cada uno a
su momento, todos los personajes se ven obligados a mentir, arrepentirse y
sufrir las consecuencias de sus acciones y arrebatos. Hacia el final de la historia,
nos encontramos con el único final feliz concebible, con la consumación de la
separación que vemos al inicio, y la hija del matrimonio teniendo que decidir
con cuál de sus padres quiere vivir.
Es en
ese momento, mientras los padres aguardan la decisión de su hija en los
pasillos de la corte, que ingresa la música por primera vez a la película, poco
antes del inicio de los créditos finales. Entonces nos damos cuenta que han
pasado dos horas sin música ni efectos especiales, sin trucos de cámara y sin
escenas efectistas ni deslumbrantes. Sin héroes ni villanos, ni lecciones colmadas
de sabiduría. Y todo este tiempo estuvimos absorbidos en un drama que nos ha jironado
por dentro con su realismo.